Francia: llevo una alforja cargada de miedos

llevo una alforja cargada de miedos

Francia: llevo una alforja cargada de miedos

No sé cuantos kilos pesa todo mi equipaje. Más de sesenta, seguro. Llevo seis alforjas en total. Son las que se ven, las que puedo tocar. Sin embargo, hay una alforja invisible que pesa como un demonio. No se puede ver ni tocar, pero sí sentir. Yo no era consciente, pero es cierto: llevo una alforja cargada de miedos.

Una alforja cargada de miedos: descubriendo lo que hay dentro

Ya estoy en Francia. Esto ya es territorio desconocido para mí. Recién llevo cuatro días de viaje desde mi salida de Vitoria y por las carreteras neuronales de mi cerebro circula todavía demasiado ruido, casi tanto como el de las ciudades costeras como Hendaya, San Juan de Luz y Biarritz, que me encuentro nada más pasar la frontera.

“Dónde voy a dormir hoy”, es la pregunta que resuena con más fuerza en mi cabeza durante los primeros días. Va agarrada bien fuerte de la mano de la incertidumbre diaria que presiento se debe estar tronchando de risa con mi lista de miedos. Otras necesidades como obtener comida o agua no suponen ningún problema; supermercados y boulangegies para comprar el pan y alimentos básicos.

El suministro de agua lo consigo en bares, baños públicos, polideportivos, pues rara vez en los parques y plazas encuentro una fuente pública. Eso me sirve también para socializar y aprender algunas frases en francés, como por ejemplo: “an bagette de pa, sivuplé”, “se conviá?, se posible omplir le botilla d’eau, sivuple?”. El sivuplé y el megsi no pueden faltar nunca.

De momento voy teniendo éxito, el primer día duermo en la playa de Hendaya, el segundo en un área verde que me indica un paisano local, otra en un merendero que encontré metido en un valle a las afueras de un pueblo. Cuando encuentro sitios como este último, es como pasar la noche en un gran hotel; mesa, silla, fuente de agua (igual a ducha), césped, tranquilidad y millones de estrellas que observo hasta quedarme dormido.

Probando cómo es la hospitalidad en Francia

También he probado a llamar alguna puerta y pedir un trocito de jardín para pasar la noche, pero de momento no he tenido éxito. En esta región de Francia el trato es cordial y respetuoso pero no consigo atravesar la barrera de confianza. Tan necesaria para alojar a un extraño que viaja en bicicleta. Qué menos que intentarlo, me digo. Si no pruebo, nunca sabré cómo es la hospitalidad en este país. De momento me divierte el contacto humano y el reto de conseguir una sonrisa y despertar la curiosidad del que me escucha.

La única vez que alguien me abre la puerta es en la región de Provenza. Un tal Cristof que amablemente me ofrece un espacio en un terreno colindante a su casa. El terreno no es el jardín del Eden, y aunque el césped está descuidado, el lugar es tranquilo y de acceso privado. Un puntito positivo para la  hospitalidad francesa. “Ves Raul ya te lo decía yo, solo era cuestión de probar”.

Pues mi gozo en un pozo. Todo se va al carajo. Hasta el punto de que aparece la policía a las 11:30 de la noche porque el señor Cristof ha llamado alegando que le he robado la cartera. Por suerte, converso con los dos agentes cordialmente, sorprendido a mi mismo por la calma que muestro ante la situación, que finalmente se resuelve con un “No problem, everthing ok, good night”. Apenas duermo tres horas y abandono sigilosamente el lugar a las 6 de la mañana. Decepcionado por el comportamiento inexplicable de este hombre que afortunadamente no volví a ver más. Qué le voy a hacer, al menos lo intenté.

Una alforja cargada de miedos: por fin descubro dónde está

En Francia se respira un gran ambiente ciclista y también viajero. No soy tan extraño como pensaba y son muchos ciclo-viajeros los que me encuentro por el camino. Martín en Toulouse, un señor inglés de 65 años que en su vieja pero hermosa Raleigh aprovecha diez días para pedalear por el canal du Midi. También Philip un francés de 63 años que viene viajando desde Gibraltar, Portugal y que ahora, tras unos tres meses de ruta, continua de regreso a su casa, cerca de Grenoble.

Con Philip comparto un día de campamento, el primer campamento compartido del viaje. Él viaja ligero: dos alforjas traseras, la del manillar y una pequeña tienda que va recogida en la parrilla trasera. Nos cuesta poco elegir el lugar, un pequeño claro apartado en el lateral del canal du Midi, que nos permite orientar las tiendas hacia el este, y al tiempo que cada uno prepara su campamento, vamos charlando.

– You have an apartment and I have a palace – bromeo mientras monto mi tienda Robens de dos plazas.

– Ha ha ha, yes, big palace, but, oh my god, 3kg for a palace?.you’re crazy my friend.

La cena es única. Compartimos nuestras respectivas despensas. Él pasta y yo tabulé indio, un poco de pan y una botella de vino que Philip saca de no sé dónde. Ya con el vino en la taza brindamos por la vida y los grandes sueños y continuamos bromeando sobre el material que llevamos cada uno. Sobre todo Philip, que se parte de risa con mi enorme botiquín.

– But, what the hell do you take in it?, pregunta ya curioso.

Poco después de mostrarle lo que llevo y agrandar todavía más sus risotadas, Philip me dice algo que me acompañará el resto del viaje.

– The heaviest of your baggage is the box of your fears. (Lo que más pesa de tu equipaje es la caja de los miedos)

PHILIEP

Francia: Llevo una alforjas cargada de miedos: Philiep en el Canal du Midi

Y tiene razón. Pero también sé que la única manera de rebajar ese peso es con la experiencia. Por eso voy abierto al aprendizaje. Para ir adaptando la logística a mis verdaderas necesidades. Mucha gente me pregunta si ya he viajado antes así. Y la verdad es que no por tanto tiempo y con tanto peso. Tengo la suerte de haber leído mucha literatura ciclo-viajera antes de iniciarme en esto y asesorarme bien a través de otros grandes viajeros como Álvaro Neil, el biciclown. Eso me ha permitido invertir adecuadamente en material y aunque reconozco que todavía me sobran cosas, también tengo una lista de las que no quitaría por nada del mundo.

Es cuestión de ir vaciando las alforjas llenas de miedos, que ahora está al 95%, y que solamente conseguiré reducir a base de continuar viajando y conectando con el mundo de la manera más humilde y sencilla posible.

Conclusión

Entiendo que la alforja cargada de miedos la llevamos todos cuando nos aventuramos en algo grande y sobre todo desconocido. No hace falta que sea un viaje en bicicleta por el mundo. Puede ser cualquier otra experiencia de vida que implique cambio y aventura. ¿Te ha pasado alguna vez? Si es así, comparte en comentarios cómo fue tu experiencia y cómo te enfrentaste a esos miedos. Seguro que puede ayudar a otros que están pensando iniciar una nueva aventura de vida.

Gracias por leerme.
Desde 2019, recorriendo el mundo en bicicleta.
Raúl Alzola, biciruling

Raul ALzola
hola@biciruling.com
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